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viernes, abril 19, 2024

La lenta agonía del "American Dream"

El flamante presidente demócrata, Joe Biden, asume la jefatura de Estado en un EEUU polarizado con una nueva fuerza política emergente, una pandemia que ha dejado tras de si miles de muertos, una crisis económica y por sobre todo la mayor descomposición del sistema norteamericano en su historia.

¿La "cura" para el trumpismo?

Joe Biden, 46º Presidente de los EEUU en su discurso de asunción.

"America is back" (EEUU ha vuelto) es el nuevo slogan del gobierno demócrata conducido por Biden, en contraste con el "Make America Great Again" (Hagamos grande a EEUU de nuevo) de Trump. En su discurso de asunción, y fiel a su estilo "moderado y conciliador", Joe R. Biden Jr. llamó repetidas veces a la "unidad", la preservación de la democracia (sic) y a una convocatoria a apaciguar las turbulentas aguas de la "grieta" política abierta en los Estados Unidos.

Biden asume en un país que fue asolado por la pandemia del COVID-19, dejando más de 400 mil muertes (numero mayor a las pérdidas estadounidenses en algunas guerras). Este fue uno de sus ejes de campaña y oposición al ya ex presidente Donald J. Trump, al que acusa, con fundamento, de una pésima gestión de la pandemia. Pero si la cifra epidemiológica es grave, no menores son las correspondientes a la gran crisis económica que la pandemia produjo en el país del norte. Millones de puestos de trabajo se perdieron o se vulneraron.

No obstante, para quien escribe estas líneas, todas esas son adversidades menores comparadas con las que realmente ponen en jaque, no sólo al gobierno de Biden, sino al propio sistema norteamericano.

Los analistas estadounidenses más lúcidos ya hablan de una notable descomposición del sistema político estadounidense (amén que no se acuse a quien escribe de "fatalista"). Pero el eje central está en discernir si esa descomposición es responsabilidad de la administración de Trump o, como va a sugerir este escrito, si el ascenso de Trump no es más que el más notable síntoma de una enfermedad que corroe las entrañas del gran imperio del norte.

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Biden y compañía se presentan a sí mismos como el "regreso" a las "buenas costumbres" y "sentido común" ("America is back") de la conducción del "mundo libre" -gratuita y ridícula rémora de la Guerra Fría- en contraposición al "desvío", al "error" o "desviación" que significó el gobierno de Trump. Y no faltan voceros de liberalismo y la progresía que adhieren a esta lectura.

Pero esta visión no contempla la comprensión del fenómeno de Trump y el "trumpismo". El error radica en no ver el contenido y estilo de gobierno de Trump como un modelo homólogo a la idiosincrasia cultural de buena parte -cuando no mayoría- de la población estadounidense. Esta idiosincrasia no nace de la mera casualidad del destino, sino que se presenta como el producto de la cultura protestante y consumista de los EEUU.

El famoso "American dream" (Sueño Americano) es la postulación de un sistema político-social que promete la autorrealización mediante la meritocracia, el individualismo y el consumismo. Sumado a un nacionalismo burgués xenófobo, convencido de su superioridad, y con rémoras de una sociedad de herencia protestante profundamente conservadora. Esta fórmula fatal está mostrando síntomas de su agotamiento histórico.

El "sueño americano" tuvo su boom en el siglo XX con el crecimiento exponencial de los EEUU económica, militar, política y culturalmente. A través de políticas proteccionistas e industrialistas, sumado a una temprana reforma agraria que aceleró la transformación capitalista del agro estadounidense post-guerra civil, convirtieron a las ex colonias británicas en un país más poderoso que su antigua metrópoli. Pero con el fin del siglo XX y la "revolución neoliberal" encabezada por el Republicano Ronald Reagan (EEUU) y Margaret Tatcher (Reino Unido), las políticas de protección social que el "american dream" traía como "yapa" se desarticularon, acentuando aún más el carácter liberal de la sociedad estadounidense.

Una República sin Democracia

Trumpistas durante la toma del Capitolio (06/01/2021)

Desde el inicio del ciclo neoliberal, pasando por el "mundo unipolar" de hegemonía norteamericana tras la caída del bloque socialista (Unión Soviética y Estados Socialistas del Este Europeo y África) hasta la actual situación del "mundo post-americano" (expresión reciente de Richard Hass, Presidente del Council on Foreign Relations)-forma egocéntrica de reconocer al mundo multipolar-, la sociedad norteamericana ha visto frustrar repetidas veces la promesa del sueño americano. No importa cuánto "mérito" hagas, la movilidad social en un sistema republicano pero no democrático es mínima, cuando no inexistente.

Valga hacer aquí una importante aclaración: República y Democracia, no son sinónimos. Así como hubo casos históricos de democracias no republicanas, existen aún repúblicas no democráticas. EEUU entra en esta segunda categoría.

Para explicar brevemente, una República refiere a un sistema político, el cual tiene sus bases en el imperio de la ley, en la equidad de todos los ciudadanos (ante la ley) y la posibilidad legal de la movilidad social. La República moderna (amén de saber diferenciar de la original 'respublĭca'-"cosa pública" en latín- romana) es la hija predilecta de las revoluciones burguesas que tienen su origen en las Revoluciones Inglesas (1642 y 1688) y la Revolución Francesa (1789).

Por otro lado, la Democracia se entiende como una forma de gobierno que viene a instalar en la sociedad la idea de soberanía popular, donde el pueblo gobierna. Heredera de la tradición ateniense antigua (en griego: "Demos"- pueblo, "krátos"-Gobierno). La distinción no es gratuita. La democracia ateniense liderada por Pericles nada tenía de Republicana. Y los líderes pro-República de la Revolución Estadounidense, que liberó a las colonias americanas del norte del colonialismo británico, jamás pensaron siquiera en levantar la bandera de la Democracia.

Resulta curioso que los EEUU, país que se desgarra las vestiduras en nombre de gendarme mundial de la democracia, ni siquiera la contempla en su propia Constitución. Las palabras "Democracia" o "Democrático/a" no se mencionan ni una sola vez en la Constitución de los Estados Unidos. Y los hechos de que las elecciones en el país del norte se lleven a cabo a través de un sistema indirecto, con colegio electoral y bajo la constante práctica del "Gerrymandering" (doctrina de manipulación, recorte y rediseño de distritos electorales para beneficiar a X candidato. Práctica realizada desde 1812) no defienden con éxito el carácter "democrático" de la República de los EEUU.

Esto representa una paradoja gigantesca en el mundo contemporáneo. Porque a partir de las revoluciones burguesas de los siglos XVII, XVIII y XIX, la democracia sirvió como legitimación de los sistemas republicanos. El poder soberano de los Reyes era reemplazado por el poder soberano del Pueblo. Por supuesto que no escapa a la comprensión de quien escribe que esa supuesta soberanía popular está atravesada por las contradicciones de clase dentro de cada sociedad, y que la conducción del Estado no es independiente de la clase social dominante.

Pero la legitimación democrática de la república hace a la representatividad del sistema. Desde la década de los '80, en diversos países del mundo -EEUU no es la excepción-, se viene dando un fenómeno que se ha conocido como una "crisis de representatividad". Ante las incontables promesas incumplidas por las dirigencias políticas, cada vez mayores márgenes de la sociedad se vuelcan a la infame "antipolítica".

En EEUU, donde el Sueño Americano le prometía a todo el mundo que con suficiente esfuerzo cualquiera podría llegar a cualquier lado, promesa de una movilidad social ascendente imparable, sólo el 2-3% de la población - de 328,2 millones (2019)- tiene niveles adquisitivos millonarios. Y sin embargo, es esta franja social la que ocupa la gran mayoría de los puestos gubernamentales, tanto del Senado y en la Casa de los Representantes (el equivalente a la cámara de Diputados), como de los distintos entes estatales. Y ni hace falta mencionar al presidente, quien siempre pertenece también a este sector social.

De esta forma, EEUU no es otra cosa que una República Plutocrática ("Gobierno de los ricos"-ploutos 'riqueza' y kratos 'gobierno' en griego), donde un importante porcentaje de la sociedad se encuentra harta de las promesas de un país que se eleva a primera potencia mundial y ni siquiera se digna a otorgar una cobertura médica gratuita a sus ciudadanos nativos.

Es en este marco que aparece la imagen de Donald Trump. Empresario, irreverente, "incorrecto", misógino, xenófobo, violento. Que objetivamente rompe el esquema bipartidista de los Estados Unidos y con la norma de "buenos modales" de la Casa Blanca. El estilo de Trump está por fuera incluso de su propio partido, el Republicano, y se asoma una completa novedad en la política estadounidense: el ascenso de un movimiento político independiente al bipartidismo, armado y con capacidad de acción tal que es capaz de tomar el Capitolio por la fuerza.

El trumpismo y el Partido Republicano no son lo mismo. Y esto lo pudimos evidenciar en la ausencia de Trump en el traspaso de mando, y, en contraposición, con la presencia de Mike Pence, ex Vicepresidente de Trump y figura fuerte tanto de su gobierno como del Partido Republicano, en la asunción de Biden.

Un dato no menor a contemplar es la articulación internacional que los movimientos homólogos de la "alt-right" (nueva corriente ultraderechista) llevada a cabo por el ex asesor de Trump, Steve Bannon, recientemente indultado por el ex presidente, horas antes de abandonar el mandato. Bannon pivotea entre los distintos candidatos de ultra derecha al rededor del mundo, y se han reportado encuentros de él con referentes derechistas argentinos como Cynthia Hotton, aunque en el estereotipo de candidato Bannoniano hay muchos argentinos que califican.

Esto es el Trumpismo, un nuevo movimiento político, de derecha, nacionalista, xenófobo, violento. Pero es también una respuesta social al neoliberalismo, al abandono del capitalismo industrialista y la hegemonía del capitalismo financiero.

A entender: Trump no es ningún disruptivo del Establishment, sino una reacción de sectores tradicionales de éste ante el avance de nuevos sectores de la burguesía estadounidense.

El magnate ex presidente se asocia más a una burguesía industrial basada en la extracción de materias primas (principalmente del área del carbón), que apoya un modelo proteccionista y aislacionista en materia internacional. Por otra parte, Biden encarna las aspiraciones del capital financiero y las nuevas industrias de comunicación, información y tecnologías (la mayoría de las empresas de Silicon Valley como Amazon, Apple, Alphabet, Microsoft y Oracle, entre otras, donaron 20 veces más a la candidatura demócrata que a la republicana. Biden además cuenta con el apoyo de casi la totalidad de las empresas de redes sociales) y con una orientación cosmopolita en el orden internacional.

A no dejarse engañar: Trump pertenece a la oligarquía plutocrática que gobierna EEUU, con la especificidad de pertenecer a un sector de la misma que se encuentra enfrentado con el sector hegemónico de la misma en el Partido Demócrata. Pero lo mismo cuenta para Biden. De esta forma, ambos líderes pertenecen al mismo sistema que lleva varias décadas de descomposición.

Pero mientras que Trump es la manifestación más rimbombante de los síntomas más reaccionarios de la enfermedad que corroe a EEUU, Biden intenta ser un suave analgésico para la verborragia demagógica trumpista, pero pasado de su fecha de caducidad.

Lo que pasó en el Capitolio el 6 de enero pasado, cuando una turba de trumpistas tomó por la fuerza el edificio, es una señal que las instituciones políticas norteamericanas han perdido la credibilidad para intentar representar a su ciudadanía.

Es menester señalar que la gran mayoría de la población estadounidense repudió el hecho, pero nadie puede tapar el sol con la mano: la crisis de representatividad de la institucionalidad estadounidense está en su punto más alto. Trump, demagógicamente, afirma ser la excepción a la norma (que no lo es), y Biden proclama ser la solución. Afirmación que tampoco se sustenta.

¿"America is back"? El prontuario de Biden y su equipo

Antony Blinken, Secretario de Estado de Biden.

Más allá de la crisis interna en EEUU, lo que al resto del mundo debería preocuparle son las perspectivas de la geopolítica estadounidense en esta nueva época. Y para responder ese interrogante tan solo debemos volcar nuestra mirada hacia el nuevo Secretario de Estado de EEUU, nominado por Biden: Antony Blinken.

Blinken, eurófilo comprometido, ha afirmado que EEUU "volverá a la primera línea mundial", pero esta vez retomando sus alianzas estratégicas tradicionales para afrontar la doble confrontación contra Rusia (en su guerra de influencia militar) y contra China (en su guerra comercial). Declaró recientemente que "estamos en una posición mucho mejor para contrarrestar las amenazas planteadas por Rusia, Irán y Corea del Norte".

En otras posturas, la geopolítica de Biden volverá a reconocer a Juan Guaidó como Presidente de Venezuela (acusando a Nicolás Maduro de "brutal dictador"); dejará atrás la política dTrump de acercamiento al presidente ruso, Vladimir Putin; Volverá al pacto nuclear con Irán; propiciará “la solución de dos Estados” para el conflicto israelí-palestino, pero aún reconociendo a Jerusalén como la capital de Israel, etc.

Vale también recordar la actitud de Blinken respecto a otros asuntos internacionales. Cree que su país tendría que haber fortalecido su presencia en Siria para evitar la llegada y hegemonía de Rusia. Blinken apoyó la invasión a Irak en 2003 y la intervención armada en Libia que culminó con la destrucción total de ese país, miles de muertos y el linchamiento del líder popular Muammar El Gadafi. Ha dicho que “la fuerza debe ser un complemento necesario de la diplomacia”, en consonancia con el pensamiento tradicional del establishment norteamericano desde la Doctrina Monroe.

Otros miembros del equipo de Biden también tienen un historial turbio:

Lloyd Austin, Jefe del Pentágono afro-descendiente propuesto por Biden, fue hasta hace poco miembro del Directorio de Raytheon, uno de los gigantes del complejo militar-industrial, gran proveedor de las fuerzas armadas de EEUU. Además Austin, es también socio de un fondo de inversión dedicado a la compraventa de equipos militares.

La subsecretaria para Asuntos Políticos del Departamento de Estado será Victoria Nuland. Personaje nefasto que estuvo en la Plaza Euromaidan de Kiev, Ucrania,  alentando y repartiendo botellas con agua y víveres a las hordas neonazis (similares a las que asolaron el Capitolio el 6 de enero en Washington, aunque notablemente más radicalizadas) que sitiaban la casa de gobierno de Ucrania y, en febrero de 2014, derrocaron al legítimo gobierno de ese país. El golpe de Estado en Ucrania abrió una cruenta guerra civil y represión política por parte de un gobierno fascista, títere de los intereses de EEUU en la región. Esta caótica situación llevó a que las regiones del Donbass (de producción mayoritariamente minera) tomaran las armas y buscaran incluso separarse de Ucrania, formando las Repúblicas Populares de Donestk y Lugansk.

Vale la pena recordar que Nuland se encuentra casada con Robert Kagan, un ultraderechista autor de varios libros en donde exalta el "Destino Manifiesto de Estados Unidos" (idea que expresa la creencia en que los Estados Unidos es una nación elegida y destinada a expandirse por el mundo "por la Autoridad de Dios"), defiende sin tapujos la ocupación israelí de Palestina y recrimina a los gobiernos europeos por su cobardía en acompañar a Estados Unidos en su cruzada mundial.

En cuanto al propio Presidente Biden, con más de 40 años de carrera política, el ahora líder Demócrata también cuenta con un prontuario preocupante para el mundo: En 1999 votó a favor del bombardeo de la OTAN contra Yugoslavia, operación que dejó un saldo entre 5.700 y 10.000 muertos; Apoyó abiertamente la intervención en Irak entre 2002-2003 que abriría la guerra con ese país, donde las cifras de muertos se disparan a tal punto que es prácticamente imposible llevar una cuenta acabada; Durante la administración de Obama también apoyó la intervención en Siria (2011) y el apoyo a los  terroristas conocidos como los "rebeldes sirios".

La cruzada inclusiva, progresista y anti-xenófobica actual de Biden choca con la política oficial de su bimonio anterior, cuando secundó a Barack Obama, objetivamente la época con mayor número de deportaciones masivas en EEUU.

Su historial y actuales perspectivas geopolíticas hace preguntarse qué estarán celebrando ciertos sectores progresistas (amén de los liberales que aplaudirán todo lo proveniente del gigante del norte) con la nueva administración de la Casa Blanca. Si una cosa positiva se le puede atribuir al gobierno de Trump, es que fue el primer presidente en mucho tiempo en no iniciar una nueva guerra o ocupación norteamericana en el mundo.

El "America is back" de Biden preocupa a todos los pueblos que pretenden desplazarse tan solo un centímetro de la doble vara moral de los EEUU. Si "EEUU vuelve", quiere decir que volverá a su tradicional política intervencionista, tan profanadora de soberanías nacionales ajenas.

"Mi nombre es Ozymandias, Rey de reyes"

Quien escribe se mantiene escéptico respecto a las perspectivas del nuevo gobierno de EEUU. En política internacional el prontuario de Biden y cía. no tranquiliza. En cuanto a las cuestiones domésticas, es claro que un veterano engranaje del sistema que muestras sus históricas limitaciones no tiene demasiadas perspectivas de ser quien lo reforme radicalmente.

Tras las Segunda Guerra Mundial, y más aún luego de la caída del Bloque Socialista y el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos se irguió en el mundo como la primera potencia. Un país capitalista que imponía militar, económica y culturalmente sus intereses e idiosincrasia a lo largo y ancho del mundo. Pero todo gran Imperio tuvo su gran caída.

Percy Bysshe Shelley, escritor, ensayista y poeta romántico inglés escribió en 1817 su poema "Ozymandias" (alias de Ramsés II, el tercer faraón de la Dinastía XIX de Egipto), que trata de la inevitable decadencia de todos los líderes y de los imperios que estos construyen sin importar cuán poderosos fueron en su tiempo. En el poema, un viajero narra su encuentro con las ruinas de una titánica estatua del gran faraón, con una inscripción que rezaba: "Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!". Las palabras grabadas contrastaban con la estatua destruida, abandonada en las solitarias arenas egipcias.

EEUU es sin duda alguna el gran imperio de las últimas décadas, y todos sus presidentes suelen adoptar la postura prepotente de Ozymandias al creerse los guardianes de los valores positivos de occidente. Este dato se encuentra más allá de si el mismo es considerado como factor positivo o negativo en el desarrollo histórico. Y ciertamente es imposible adivinar la fecha de caducidad de su dominio. Lo que sí es claro, es que el modelo que EEUU adoptó desde un principio ha llegado a su límite histórico.

Si EEUU desea seguir siendo un país en la primera línea mundial (o siquiera seguir existiendo unificado, teniendo una mirada más fatalista), es menester que realice profundas reformas, internas y externas. El mundo ya pasó de la página del EEUU "gendarme" planetario. El mundo multipolar es la nueva norma y nada hace creer que eso cambie en el corto o mediano plazo.

Por otro lado, la gigantesca crisis de representatividad y legitimidad interna del sistema estadounidense pide a gritos una reforma, si no quieren que eventos como los del 6 de enero pasado en el Capitolio empiecen a repetirse, con consecuencias cada vez más graves.

Si este es el principio del fin del Imperio, o el inicio de una nueva etapa superadora, escapa a las predicciones de quien escribe estas líneas. Pero lo seguro es que, si Biden quiere terminar su mandato exitosamente, procurando una continuidad de la institucionalidad estadounidense, debe dejar de tapar el sol con la mano. Su proyecto político no venció ampliamente al de Trump, porque no convenció ampliamente a la sociedad estadounidense. El trumpismo (y sus correligionarios de ultra derecha en el resto del globo) es un hecho innegable. Las instituciones penden de un hilo y el resto del mundo se maneja hoy con lógicas polifacéticas.

Hacia donde sea que se dirijan las nuevas direcciones estadounidenses, lo único seguro es que las alternativas son reforma o descomposición avanzada. El mundo no sólo observa.

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