Bahía en alquiler

El último día de febrero, el economista Emiliano Gutiérrez publicó su relevamiento del mes sobre el valor de los alquileres en Bahía Blanca, que se incrementaron algo más de 5 puntos respecto de enero de 2023 y por encima de 96% en medición interanual. Gutiérrez, del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales del Sur (UNS-CONICET), lo graficó así:

El dato reviste importancia, al tratarse de una actividad con baja generación de fuentes de trabajo y apropiación de buena parte de los salarios, en una ciudad con un cuarto de pobreza y una edad de acceso a vivienda propia que envejece generación tras generación.

Que el aumento nominal de alquileres haya trepado por encima de los 96 puntos implica que saltó alrededor de 6 por sobre la inflación general local, cuya carrera contra los sueldos ratifica que el irrenunciable rubro amenaza morder una porción cada vez mayor de los ingresos.

La medición en torno a la concentración de las propiedades en renta es dificultosa, aunque la dolarización del mercado y las dificultades de pequeños ahorristas de acceder a esa moneda hace suponerla creciente y cada vez más reservada a grandes bonetes.

Salvo en los casos en que el alquiler obrase como suplemento de ingresos, para el caso de propietarios de una o pocas unidades por herencia o ahorro, los volúmenes obtenidos no se volcarán al consumo ni a la generación de trabajo local.

Los números preliminares del último censo inducen a creer que el problema no es de cantidad de viviendas disponibles sino de su distribución o afectación: Bahía Blanca registró 335.190 habitantes y 150.624 viviendas. Es decir, 2,22 personas por cada una. Incluso cuando se suponga que la totalidad de estudiantes provenientes de la región no se censaron en la ciudad en que residen la mayor parte del año, la proporción no tendría una variación significativa.

Ante la ley

La ley de alquileres, largo tiempo reclamada por agrupaciones de inquilinos e inquilinas, aseguró parámetros mínimos para eludir cláusulas leoninas en los contratos. No obstante, a poco de andar se evidenció insuficiente en algunos aspectos:

  • Fija las mismas condiciones a todo el país, sin tomar en cuenta la diversidad de escenarios por región. En mercados inmobiliarios al alza, su fórmula de actualización impide subas antojadizas o arbitrarias por la parte propietaria. Pero lo opuesto ocurre en mercados a la baja, como era el bahiense cuando inició su aplicación, durante la pandemia que calmó la demanda regional sobre la oferta de la ciudad.
  • Como la ley extendió a tres años la duración mínima de un contrato, la propiedad queda retirada durante ese lapso del mercado, restringiendo per se la oferta.
  • No existen ni estímulos ni obligaciones para impedir la vivienda ociosa, con lo que queda a merced de la mera conveniencia propietaria retirar el inmueble del mercado, colocarle un valor de ingreso que cubra de riesgos en un régimen de alta inflación o destinarla a alquiler por día, forma de arrendamiento no prevista en la nueva legislación.
  • En un escenario de alta inflación, la actualización de valores cada doce meses hace que quien demanda los perciba muy altos en relación a sus ingresos, y quien oferta los considere exiguos en comparación a otras alternativas, como el alquiler por día, en una ciudad que continúa siendo centro de salud, trámites y compras de una amplia región. Esta última alternativa requiere de una logística mayor, pero la demanda y la posibilidad de actualizar precios sin meses de congelamiento la convierten en atractiva.

El rol del Estado

Daniel Vega, rector de la Universidad Nacional del Sur (UNS), incluyó en el discurso con que recientemente asumió su segundo mandato una estimación del aporte directo e inmediato de la actividad académica a la economía bahiense.

La mención vale para dimensionar algo naturalizado, y por ende invisibilizado: el aporte de la inversión pública a la ciudad. Los distintos niveles y organismos del Estado vuelcan en Bahía Blanca salarios, compras y subsidios. Si ese flujo se cortara, como propone la ortodoxia que se presenta como novedad, el comercio local moriría de inanición.

Sin embargo, una segunda cara del fenómeno requiere igual desnaturalización histórica: el centralismo bahiense, que recepta flujos desde las localidades más pequeñas de la región y tiende a distribuirlos regresivamente dentro del mapa urbano.

En los últimos años, la descentralización de algunos organismos –como PAMI o ANSES, que abrieron nuevas oficinas en la zona- o la virtualización de trámites suavizaron la problemática.

No obstante, continúa fuerte en el mundo estudiantil: cursar una carrera en las universidades públicas con sede en Bahía Blanca (la UNS y la facultad de la Universidad Tecnológica Nacional) implica mudarse y alquilar. A valores de este año, un cálculo módico es que un o una estudiante necesitaría unos 300 mil pesos anuales sólo para rentar un sitio donde vivir. Tanto desde Bienestar Universitario de la UNS como desde otros organismos del Estado, se hacen esfuerzos para acolchonar el impacto de esas cifras sobre las posibilidades de los sectores vulnerables de la zona de acceder a educación superior.

Esa asistencia no impide que persista el problema de la transferencia de recursos que supone el desarraigo estudiantil desde las localidades de la región en beneficio de su principal urbe, sin contar que futuras y futuros profesionales difícilmente vuelvan a poblaciones que muchas veces necesitan de sus servicios y saberes.

Esa realidad incide también en la problemática habitacional bahiense, para quienes nacieron en la ciudad o nunca se plantearon estudiar. En su discurso, Vega calculaba que al menos la mitad de la matrícula estudiantil de la UNS era, como él mismo, originaria de la zona. Unas 15 mil personas. Si dos tercios de ese número optaran por la difícil apuesta de rendir materias libres -lo que en algunas carreras resulta prácticamente imposible, por sus prácticas de campo o laboratorio-, serían 5 mil las y los estudiantes que incrementarían la demanda de alquileres en una ciudad que ahora tiende a restringir la oferta.

Es fácil conjeturar el impacto en los valores a pagar por el conjunto de la población inquilina: la transferencia de recursos se expresa en viviendas confortables pero vacías y de decreciente valor en la zona, alimentando las vacas gordas de alquileres de monoambientes de la ciudad, con precios al alza tanto para bahienses como para forasteros.

El problema no es sólo de centralización en Bahía Blanca de los recursos de toda la región, sino de cómo se distribuyen luego dentro de una ciudad con índices alarmantes de pobreza y un número de habitantes que censo tras censo, y pese a contar con tales ventajas centrípetas, crece casi a la mitad del ritmo nacional.

La pandemia ofreció una muestra: tan pronto como las familias de la región advirtieron que el siguiente bienio sería de cursados a distancia, rescindieron contratos de locación y los alquileres bajaron a punto tal se renovarse a valores nominales estables, como si no existiera inflación.

Tras un cuarto de siglo de resistencia, la UNS comenzó en los últimos años a reactivar la descentralización de carreras presenciales y explorar la alternativa virtual.

El desembarco, a distancia o con subsedes, de otras instituciones de educación superior públicas y privadas en la región que suponía propia derramó una amenaza sobre su matrícula futura. De ese modo, antes de la pandemia ya había creado una Dirección de Educación a Distancia y la última noticia, reciente, es la adquisición de equipos para la habilitación de aulas híbridas con recursos de la Secretaría de Políticas Universitarias de la Nación.

El diagnóstico no sólo expone las inequidades actuales. También plantea el interrogante acerca de si Bahía Blanca, entretenida en festivales de cubanitos y diseño de maceteros, planifica cómo enfrentar un cambio en las dinámicas que la nutrieron por décadas pero hoy parecen encaminadas a extinguirse.

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